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EL SEMBRADOR
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EL SEMBRADOR
El sembrador
Muchos pensaban que estaba loco y tal vez, en cierto modo, lo estaba. Pedro era un campesino de mediana edad que trabajaba su tierra con talento, pero con mucho más esmero aún. Vivía obsesionado por sembrar, no siempre las mismas semillas, pero sí sembrar, todos los días, mañana y tarde, año, tras año, con sol y con lluvia también.
Su situación no era holgada, no todo lo que sembraba daba frutos y muchas veces, pasaba privaciones. Aún así, seguía sembrando. Pedro estaba convencido que si no dejaba de sembrar, por sequía que hubiese, por inundaciones que padeciera, algún día cosecharía los frutos que tanto deseaba y que harían realidad su sueño.
No todos entendían tal perseverancia, aún en las condiciones más severas. Pedro sembraba con frío, con calor extremo, mientras los árboles perdían su ropaje y mientras las flores estallaban en el paisaje.
Cada semilla que colocaba en la tierra, era para él una oportunidad, la posibilidad concreta de que algo bueno o bello creciera. Sabía que había otros campesinos quienes, esforzándose menos, cosechaban más, otros que tal vez usaban métodos más modernos, consiguiendo así ganancias mayores.
Sin embargo, si bien no perdía de vista estas circunstancias, tampoco le importaba tanto. Estaba convencido que algún día, más tarde o más temprano, obtendría la cosecha que deseaba y que creía merecer.
Pasaba el tiempo y Pedro seguía metiendo sus manos en la tierra y cobijando cada semilla dentro la misma con todo el amor del que era capaz.
Pasaba el tiempo y Pedro no lograba obtener esa cosecha tan deseada. Algunas plantaciones sí crecían, pero tal vez no todo lo que él esperaba. Otras nacían en forma maravillosa como un preludio de un sueño cumplido, pero luego se marchitaban, dejando en Pedro algo similar a la sensación de fracaso.
No se consideraba el mejor campesino, pero sabía que era bueno. Era crítico consigo mismo y pensaba una y otra vez en qué podía mejorar para lograr su tan esperada cosecha.
– Tal vez no siempre cuente con las mejores semillas –pensaba.
– Debería ser más cuidadoso con el clima –se culpaba.
– ¿Y si no soy bueno para esto? –se preguntaba.
Pasaba el tiempo y la cosecha no era lo que Pedro soñaba.
Un día sintió algo parecido al cansancio, una sensación de abatimiento que, hasta ese momento, le había sido ajena. Se sentó bajo un árbol y comenzó a mirar sus campos.
Sólo en algunos asomaba una planta, una flor, algo que lo llenara de orgullo, en todos los otros nada más que sueños enterrados bajo tierra.
– Ya he sembrado demasiado –se dijo-
Es hora de esperar resultados. Son muchas las semillas que dejé, alguna deberá prender. Es tiempo de vivir dignamente.
Siguió pasando el tiempo y la cosecha apenas si mejoraba en algunos casos, en otros, se mantenía igual. Se prometió a si mismo que esperaría a que los frutos de tanto esfuerzo, llegaran por fin.
Los días no eran iguales, se hacían largos y tediosos. El sentarse a esperar no era tan gratificante como introducir sus manos en la tierra.
Mirar día tras día las plantaciones, en nada se parecía a la sensación maravillosa de tomar las semillas con su mano, seleccionarlas cuidadosamente, casi amorosamente.
No, el entusiasmo no era el mismo.
Por fin se dio cuenta.
Siempre creyó que lo que hacía con tanto amor era esperando un resultado, una flor, una planta, un vegetal. Sin embargo, ese día tomó conciencia que sembrar, sólo sembrar, era lo que más amaba.
No se trataba de no desear ver el fruto, se trataba de otra cosa.
Ningún resultado era comparable con el esfuerzo, ninguna cosecha reemplazaba el “mientras tanto”.
Ese día, aquel que aprendió que la vida se trata más de sembrar que de esperar, fue realmente feliz.
Y siguió colocando semillas en la tierra, regando, cuidando, trabajando.
Y siguió también esperando, pero de una forma diferente.
Ahora sabía que, más allá de una buena o mala cosecha, seguiría sembrando, pues esa era su esencia, fuese cual fuese el resultado, con o sin frutos.
Liana Castello, escritora argentina.
FUENTE: http://www.encuentos.com/
Muchos pensaban que estaba loco y tal vez, en cierto modo, lo estaba. Pedro era un campesino de mediana edad que trabajaba su tierra con talento, pero con mucho más esmero aún. Vivía obsesionado por sembrar, no siempre las mismas semillas, pero sí sembrar, todos los días, mañana y tarde, año, tras año, con sol y con lluvia también.
Su situación no era holgada, no todo lo que sembraba daba frutos y muchas veces, pasaba privaciones. Aún así, seguía sembrando. Pedro estaba convencido que si no dejaba de sembrar, por sequía que hubiese, por inundaciones que padeciera, algún día cosecharía los frutos que tanto deseaba y que harían realidad su sueño.
No todos entendían tal perseverancia, aún en las condiciones más severas. Pedro sembraba con frío, con calor extremo, mientras los árboles perdían su ropaje y mientras las flores estallaban en el paisaje.
Cada semilla que colocaba en la tierra, era para él una oportunidad, la posibilidad concreta de que algo bueno o bello creciera. Sabía que había otros campesinos quienes, esforzándose menos, cosechaban más, otros que tal vez usaban métodos más modernos, consiguiendo así ganancias mayores.
Sin embargo, si bien no perdía de vista estas circunstancias, tampoco le importaba tanto. Estaba convencido que algún día, más tarde o más temprano, obtendría la cosecha que deseaba y que creía merecer.
Pasaba el tiempo y Pedro seguía metiendo sus manos en la tierra y cobijando cada semilla dentro la misma con todo el amor del que era capaz.
Pasaba el tiempo y Pedro no lograba obtener esa cosecha tan deseada. Algunas plantaciones sí crecían, pero tal vez no todo lo que él esperaba. Otras nacían en forma maravillosa como un preludio de un sueño cumplido, pero luego se marchitaban, dejando en Pedro algo similar a la sensación de fracaso.
No se consideraba el mejor campesino, pero sabía que era bueno. Era crítico consigo mismo y pensaba una y otra vez en qué podía mejorar para lograr su tan esperada cosecha.
– Tal vez no siempre cuente con las mejores semillas –pensaba.
– Debería ser más cuidadoso con el clima –se culpaba.
– ¿Y si no soy bueno para esto? –se preguntaba.
Pasaba el tiempo y la cosecha no era lo que Pedro soñaba.
Un día sintió algo parecido al cansancio, una sensación de abatimiento que, hasta ese momento, le había sido ajena. Se sentó bajo un árbol y comenzó a mirar sus campos.
Sólo en algunos asomaba una planta, una flor, algo que lo llenara de orgullo, en todos los otros nada más que sueños enterrados bajo tierra.
– Ya he sembrado demasiado –se dijo-
Es hora de esperar resultados. Son muchas las semillas que dejé, alguna deberá prender. Es tiempo de vivir dignamente.
Siguió pasando el tiempo y la cosecha apenas si mejoraba en algunos casos, en otros, se mantenía igual. Se prometió a si mismo que esperaría a que los frutos de tanto esfuerzo, llegaran por fin.
Los días no eran iguales, se hacían largos y tediosos. El sentarse a esperar no era tan gratificante como introducir sus manos en la tierra.
Mirar día tras día las plantaciones, en nada se parecía a la sensación maravillosa de tomar las semillas con su mano, seleccionarlas cuidadosamente, casi amorosamente.
No, el entusiasmo no era el mismo.
Por fin se dio cuenta.
Siempre creyó que lo que hacía con tanto amor era esperando un resultado, una flor, una planta, un vegetal. Sin embargo, ese día tomó conciencia que sembrar, sólo sembrar, era lo que más amaba.
No se trataba de no desear ver el fruto, se trataba de otra cosa.
Ningún resultado era comparable con el esfuerzo, ninguna cosecha reemplazaba el “mientras tanto”.
Ese día, aquel que aprendió que la vida se trata más de sembrar que de esperar, fue realmente feliz.
Y siguió colocando semillas en la tierra, regando, cuidando, trabajando.
Y siguió también esperando, pero de una forma diferente.
Ahora sabía que, más allá de una buena o mala cosecha, seguiría sembrando, pues esa era su esencia, fuese cual fuese el resultado, con o sin frutos.
Liana Castello, escritora argentina.
FUENTE: http://www.encuentos.com/
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