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TUNGSTENO EN TUCSON
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TUNGSTENO EN TUCSON
¡Ay! y qué querés. A mi las palabras semeamontonan. Como si se me hubiese roto la barra espaciadorabajolengua. No es por darle mucha vuelta a la cosa. Es un laburo como cualquier otro. Digo, ser la asistente de un mago, del Gran Sólix. Aunque una vez que ya conocés el truco lo de “Gran” es un término un poco exagerado y el tipo que te contrata pasa a ser modestamente Carlos Solís. Yo soy la “Señorita Tungsteno” pero sigo siendo Jorgelina y el siguiente acto a mi entender es bastante trucho: tengo que entrar en una caja y salir por la otra. Aunque al “Gran Sólix” le gusta llamarlas con nombres de ciudades yanquis, qué se yo. Para él es salir de Kansas para ir a Tucson. El acto no es otra cosa que la Señorita Tungsteno (o sea yo) de pronto entrará en una caja equivalente a Kansas (o sea ésta) y aparecerá dentro de la caja que representa a Tucson, que está en el otro extremo del escenario. Cosas que solamente el Gran Sólix puede hacer, pero que básicamente consiste en que yo debo ir gateando, aprovechando mi metro sesenta (mido uno cincuenta y nueve, pero me gusta redondear, o tal vez es el centímetro que me falta para poder tocar con la punta de mis dedos las latas de conserva de los estantes de arriba; sabiendo que no es suficiente tocar con la yema de los dedos las cosas para agarrarlas) pero les decía que debo desplazarme por un pasadizo bajo el escenario de un lugar al otro. Y Ahora debería hacerlo, no sólo con eficacia sino también de manera rápida, por el asunto de los japoneses. Sólix me lo dijo, que vinieron especialmente para ver el espectáculo y contratarlo para una gira por el país nipón. Claro, no tenía ninguna necesidad de ser grosero “Moviendo rápido el culito” dijo y después salió con lo otro, algo que al principio traté de no entender o porque me quedé pensando en lo de “Mover el culito” y en el ruido que hace el acerito de un aerosol vacío de pintura y hasta me dio gracia; pero después me di cuenta del todo mientras me maquillaba y la señora de Solís me miraba como si al pasarme rimel en las pestañas éstas fuesen patas de araña. Me miraba, con esos ojos de agua que parece una toxina transparente.
Recuerdo cuando era más chica y un pibe de zapatillas sucias me preguntó dónde había dejado el culo. Pude haberle dicho una grosería pero como toda una señorita me limité a mandarlo a la concha de su hermana. Además no era nada fea su hermana, pienso ahora mientras me miro las uñas. No son las uñas lo que veo. Nadie se ve las uñas cuando se las mira si en realidad está pensando en la belleza de una chica como la hermana de aquel pibe o en la mugre de sus zapatillas; y menos dentro de esta caja donde apenas entran unos lucecitas por los agujeros.
Ahora pienso en los daños irreparables, mientras me soplo el flequillo y se me empieza a correr el maquillaje por el calor que hace acá adentro. Recuerdo la vez que papá intentó arreglar el televisor y se prendió fuego en el costado. Recuerdo el olor a plástico quemado y otra vez en un cumpleaños que se me cayó la torta, toda la torta al suelo y mis amigos, mis tíos, mi hermana que se puso blanca y después me pregunté si en la definición de cumpleaños la torta era un objeto tan importante; si se había roto una parte del cumpleaños junto con esa cosa rosa en el piso que parecía la cabeza de un motociclista sin casco. De esas cosas me acuerdo; de vergüencitas porque cada tantos años se vuelven a producir daños irreparables.
Lo que a mi me gusta es mirar muy adentro de los ojos de mis gatos cuando están tranquilos para preguntarles cosas con la mirada. Si pudiéramos comunicarnos así y no a los gritos y portazos, como esos dos energúmenos que se peleaban en la calle cuando iba para la facultad esta mañana. Yo tratando de pensar en algo tonto; en una de esas máquinas que recuperan peluches, mientras un gordo se puteaba con otro en el tráfico y yo pensaba en máquinas de peluches, en pinzas poco prensiles, en las veces que me sentí defraudada por las leyes de la neumática frente a esas cajas de vidrio. Los gordos estaban a punto de agarrarse a piñas, mientras yo sostenía que aunque pase lo rojo siempre podría sacar un muñeco verde o naranja suave. Así hasta dar un suspiro al preguntarme si lo naranja suave existe o si se llama de otro color.
Lo peor de ser la asistente de un mago es esta malla de lentejuelas plateadas que desde que me empezó apretar en la zona que yo denomino septentrional, se volvió poco más que cuestionable; pero que Gran Sólix dice: Es obligatorio para hacer de la Señorita Tungsteno. La anterior la había heredado de la primera que hacía sus propios trajes y que según dijo era la mejor Tungsteno de todas: Contorsionable, elástica, dúctil, maleable.
Era mejor cuando era chica y los trucos eran un misterio. Algo que podía perfectamente ser real o no, pero en ese misterio radicaba el rango de las cosas. En cambio ahora sé perfectamente que debo pasar gateando por el túnel oblongo de Kansas a Tucson. De una caja a la otra. Porque sos tan trucho Solís, y yo sé muy bien los chanchullos con la asistente anterior. Los vi en los ojos de tu mujer hace un rato. Pero yo soy otra cosa. Aunque cuando tu esposa me mira como sospechando lo mismo; mosquita muerta parece decir con la mirada cuando me estoy pasando rimel en las pestañas. A mí me da lo mismo, porque al fin y al cabo este es un trabajo como cualquier otro. Por más que esta noche sea la gran noche, como dijo Solís mientras se comía una aceituna previamente pinchada con un escarbadientes. Siempre anda comiendo aceitunas y preparando Martinis. Aunque primero me da lástima porque el Martini me parece un trago pelotudo, después me da bronca porque se me queda mirando con esa cara de forro, de patán patafísico.
Sé perfectamente que entre el público están los japoneses. Que podrían llevarlo al circuito de magos en Tokio y demás ciudades. Y quizá es por eso, por mi metro cincuenta y nueve que puedo pasar por el ducto que comunica las cajas. O por mis piernas que a veces se les da por brillar con determinados efectos de las luces y las depilaciones. Pero ahora que escucho a Solís hablándole al público, diciendo Tungsteno en Tucson, sé que debería apurarme en llegar a la otra caja, pero entonces pienso en la palabra vomitorio. Si es que existe y casi que sí, porque todo esto es un gran vomitorio. Solís que hace un rato me propuso esa mierda después de haberme dicho lo de los japoneses, que mueva el culito y la cara de idiota de su mujer… es muy fácil perderse en el camino bajo el escenario. Qué me importa si la señorita Tungsteno tiene que aparecer en Tucson. Que se arregle Solís que para eso es mago. Otra cosa va a pasar. Jorgelina se va; se pierde por el ducto que lleva tras los bastidores, con laputamalladelentejuelas y todo; pide un taxi bajando la ventanilla lo más posible, para aplacar la náusea con el aire fresco de La Plata.
FUENTE: http://biromeshaolin.blogspot.com.ar/
Recuerdo cuando era más chica y un pibe de zapatillas sucias me preguntó dónde había dejado el culo. Pude haberle dicho una grosería pero como toda una señorita me limité a mandarlo a la concha de su hermana. Además no era nada fea su hermana, pienso ahora mientras me miro las uñas. No son las uñas lo que veo. Nadie se ve las uñas cuando se las mira si en realidad está pensando en la belleza de una chica como la hermana de aquel pibe o en la mugre de sus zapatillas; y menos dentro de esta caja donde apenas entran unos lucecitas por los agujeros.
Ahora pienso en los daños irreparables, mientras me soplo el flequillo y se me empieza a correr el maquillaje por el calor que hace acá adentro. Recuerdo la vez que papá intentó arreglar el televisor y se prendió fuego en el costado. Recuerdo el olor a plástico quemado y otra vez en un cumpleaños que se me cayó la torta, toda la torta al suelo y mis amigos, mis tíos, mi hermana que se puso blanca y después me pregunté si en la definición de cumpleaños la torta era un objeto tan importante; si se había roto una parte del cumpleaños junto con esa cosa rosa en el piso que parecía la cabeza de un motociclista sin casco. De esas cosas me acuerdo; de vergüencitas porque cada tantos años se vuelven a producir daños irreparables.
Lo que a mi me gusta es mirar muy adentro de los ojos de mis gatos cuando están tranquilos para preguntarles cosas con la mirada. Si pudiéramos comunicarnos así y no a los gritos y portazos, como esos dos energúmenos que se peleaban en la calle cuando iba para la facultad esta mañana. Yo tratando de pensar en algo tonto; en una de esas máquinas que recuperan peluches, mientras un gordo se puteaba con otro en el tráfico y yo pensaba en máquinas de peluches, en pinzas poco prensiles, en las veces que me sentí defraudada por las leyes de la neumática frente a esas cajas de vidrio. Los gordos estaban a punto de agarrarse a piñas, mientras yo sostenía que aunque pase lo rojo siempre podría sacar un muñeco verde o naranja suave. Así hasta dar un suspiro al preguntarme si lo naranja suave existe o si se llama de otro color.
Lo peor de ser la asistente de un mago es esta malla de lentejuelas plateadas que desde que me empezó apretar en la zona que yo denomino septentrional, se volvió poco más que cuestionable; pero que Gran Sólix dice: Es obligatorio para hacer de la Señorita Tungsteno. La anterior la había heredado de la primera que hacía sus propios trajes y que según dijo era la mejor Tungsteno de todas: Contorsionable, elástica, dúctil, maleable.
Era mejor cuando era chica y los trucos eran un misterio. Algo que podía perfectamente ser real o no, pero en ese misterio radicaba el rango de las cosas. En cambio ahora sé perfectamente que debo pasar gateando por el túnel oblongo de Kansas a Tucson. De una caja a la otra. Porque sos tan trucho Solís, y yo sé muy bien los chanchullos con la asistente anterior. Los vi en los ojos de tu mujer hace un rato. Pero yo soy otra cosa. Aunque cuando tu esposa me mira como sospechando lo mismo; mosquita muerta parece decir con la mirada cuando me estoy pasando rimel en las pestañas. A mí me da lo mismo, porque al fin y al cabo este es un trabajo como cualquier otro. Por más que esta noche sea la gran noche, como dijo Solís mientras se comía una aceituna previamente pinchada con un escarbadientes. Siempre anda comiendo aceitunas y preparando Martinis. Aunque primero me da lástima porque el Martini me parece un trago pelotudo, después me da bronca porque se me queda mirando con esa cara de forro, de patán patafísico.
Sé perfectamente que entre el público están los japoneses. Que podrían llevarlo al circuito de magos en Tokio y demás ciudades. Y quizá es por eso, por mi metro cincuenta y nueve que puedo pasar por el ducto que comunica las cajas. O por mis piernas que a veces se les da por brillar con determinados efectos de las luces y las depilaciones. Pero ahora que escucho a Solís hablándole al público, diciendo Tungsteno en Tucson, sé que debería apurarme en llegar a la otra caja, pero entonces pienso en la palabra vomitorio. Si es que existe y casi que sí, porque todo esto es un gran vomitorio. Solís que hace un rato me propuso esa mierda después de haberme dicho lo de los japoneses, que mueva el culito y la cara de idiota de su mujer… es muy fácil perderse en el camino bajo el escenario. Qué me importa si la señorita Tungsteno tiene que aparecer en Tucson. Que se arregle Solís que para eso es mago. Otra cosa va a pasar. Jorgelina se va; se pierde por el ducto que lleva tras los bastidores, con laputamalladelentejuelas y todo; pide un taxi bajando la ventanilla lo más posible, para aplacar la náusea con el aire fresco de La Plata.
FUENTE: http://biromeshaolin.blogspot.com.ar/
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